Ernesto Vázquez Morquecho: Un viaje por el alma del mar

Por Karina Espinoza / Mares Mexicanos

“Tomé la foto de la mitad de la población de vaquitas marinas.” La frase es brutal, pero real. Ernesto Vázquez Morquecho ha dedicado su vida a los mamíferos marinos y ha sido testigo de la lenta desaparición de una especie que solo existe en México. No es una historia de éxito ni de heroísmo desmedido, sino de resistencia, frustración y, a veces, destellos de esperanza.

Desde niño, el mar le significó un lugar mágico. Creció en la Ciudad de México, pero cada verano escapaba a Acapulco, donde su padre lo sumergió en un mundo de marea y espuma. “Para mí, el mar era Acapulco y Acapulco era el paraíso”. Ahí, viendo los documentales de Jacques Cousteau y explorando con su visor de plástico, nació su amor por la vida marina. Ese amor lo llevó a estudiar biología marina en La Paz, Baja California Sur, un lugar donde el mar está a la vuelta de la esquina y donde pronto se encontró con un mundo que lo devoraría por completo: el de los mamíferos marinos.

El llamado de las ballenas y el dilema de la conservación
“Cuando escuché cantar a una ballena jorobada por primera vez, supe que esto era lo que quería hacer por el resto de mi vida”. Ernesto se adentró en proyectos de investigación con ballenas jorobadas, delfines y lobos marinos. Pero pronto llegó la gran pregunta que cambiaría su visión del mundo: “¿Qué tanto es tantito? ¿Cuánto podemos usar los recursos marinos sin destruirlos?”.

Esa pregunta lo llevó al Alto Golfo de California, hogar de la vaquita marina. Un lugar donde la bióloga y la economía chocan, donde la conservación se enfrenta a la necesidad de sobrevivir.

“¿Cómo le dices a un pescador que deje de pescar, si es lo único que ha hecho en su vida? ¿Cómo lo convences de que un animal que nunca ha visto es más importante que alimentar a su familia?”.

El peso de la extinción
La vaquita marina se ha convertido en un símbolo de la lucha ambiental en México. “Ver cómo la población disminuye cada año es devastador. Un año hay 60, al siguiente 30, y luego 8. Es como ver desaparecer algo frente a tus ojos y no poder hacer nada”. Ernesto ha participado en cada esfuerzo de monitoreo, observando a las últimas vaquitas que quedan en el mundo. Y este año, por primera vez en 15 años, logró fotografiar cuatro vaquitas en una sola toma. “Fue un momento agridulce. La alegría de haberlas visto, pero la tristeza de saber que son casi las últimas”.

Más allá de la bióloga, Ernesto también ha reflexionado sobre lo que significa conservar. “La extinción es para siempre, pero la humanidad parece estar demasiado ocupada en otras cosas como para darse cuenta”. La lucha por salvar a la vaquita no es solo sobre un animal; es un espejo de cómo tratamos nuestro planeta. “A veces me pregunto si llegamos demasiado tarde a todo. A la vaquita, a la selva, a la contaminación. Parece que siempre estamos apagando incendios en vez de prevenirlos”.

La esperanza en el mar
A pesar de la desilusión y la frustración, Ernesto sigue adelante. “Yo sigo emocionándome como la primera vez cuando veo una ballena saltar. Mientras eso siga pasando, creo que todavía hay esperanza”. Su trabajo no es solo por la vaquita, sino por la forma en que nos relacionamos con el mar y con la vida que depende de él.

Porque salvar a la vaquita es salvar algo más grande: la posibilidad de que aprendamos a vivir en equilibrio con el planeta.