Explorador de dos mares: Fabio Favoretto

Por Karina Espinoza

“A veces parece que sólo nos adaptamos a la idea de perder —dice, mirando el horizonte—. Pero el verdadero peligro es que normalicemos esa pérdida, como lo hicimos en la pandemia, cuando aceptamos la soledad y las mascarillas sin cuestionarlas. Mi mayor miedo no es que el mar muera, es que el mundo se acostumbre a vivir sin él”.

Fabio Favoretto —italiano, posdoctorado en biología marina y padre de dos— no recuerda el día en que se enamoró del agua; en su memoria, siempre estuvo ahí. Creció en Italia, entre las aguas del Adriático y del Mediterráneo, observando cómo el mar alimentaba la vida completa de un pueblo y cómo se transformaba con cada marea. A los catorce años, ya había encontrado su primera gran vocación: bucear. Aquellos primeros veranos en la Isla de Elba lo cambiaron todo. El pequeño Fabio exploraba el agua como quien explora un planeta desconocido. Un día, mientras buceaba, se dio cuenta de que su lugar no estaba en la superficie y que la idea de estudiar astrofísica ya no era tan clara.

“El buceo me cambió completamente la perspectiva. Yo quería estudiar astrofísica, era algo que me interesaba más casi que biología marina, pero con el buceo me empezó a gustar mucho toda la parte del paisaje marino, de ver cómo la luz entraba desde la superficie y llegaba a la parte más honda y cómo eso causaba que las especies cambiaban”.

Pero con la nueva fascinación por los paisajes bajo el agua vino la consciencia de saber que estudiar biología marina no sería fácil, pero nada lo detuvo. Toda su adolescencia trabajó cada verano en un centro de buceo local. Comenzó limpiando tanques, cargando equipo y como divemaster en sus últimos años, guiando a buzos de todas partes del mundo. Con ese primer título bajo el agua, Fabio entró a la universidad y eligió a Trieste, ahí donde el mar se codea con las montañas, al norte de Italia, como la ciudad donde quería vivir.

De palabras líquidas y sumergidas

Años después, cuando llegó a México con Erika, su esposa, Fabio se encontró en un país con otra dimensión de riqueza marina. En las aguas del Golfo de California y de la Bahía de Loreto, el mar brillaba de vida, de especies que él sólo había visto en documentales. Pero México, tan generoso en biodiversidad, le exigía otras inmersiones: el idioma y la cultura. Fabio aprendió español entre risas y malentendidos, aceptando los errores y dejándose corregir. “La gente en México fue mi escuela de español; tuvieron la paciencia de enseñarme no sólo el idioma, sino el humor, las groserías, los chistes”. Ha aprendido mucho, dice, pero aún no logra dominar del todo la capacidad de contar chistes. “Ser gracioso en otro idioma es un arte —dice, resignado—. En mi cabeza se me ocurrían chistes, pero al intentar contarlos, algo se perdía en la traducción. Aún me pasa”.

Sin embargo, a contracorriente de lo que viven otros extranjeros en México, el choque más fuerte no fue el idioma, sino la percepción misma del mar. Fabio, quien veía el Mediterráneo como un gigante domado —marcado por siglos de explotación y pesca intensiva—, se encontró con un México distinto. El mar de este lado del mundo todavía guardaba especies de atunes, delfines y tiburones que él creía extintas. Durante sus primeras inmersiones en Baja California, el espectáculo fue una revelación: atunes gigantes, bancos de peces que oscurecían el agua, tiburones y mantarrayas en movimiento continuo: el mar mexicano le regaló lo que el Mediterráneo perdió hace siglos.

Para salvar un mar

Para Fabio, el contraste entre los dos mares —el Mediterráneo y el Golfo de California— fue y es un recordatorio constante de lo que el mar pierde cuando el hombre olvida que su vida depende de él.
“La diferencia no es que en México haya menos explotación —explica Fabio—, sino que aquí la naturaleza resiste, porque le hemos dado una pequeña ventaja: no se ha destruido tanto ni por tanto tiempo”

Favoretto, quien hoy se desempeña como investigador postdoctoral en el Scripps Institution of Oceanography y director científico de prensa del Centro para la Biodiversidad Marina y la Conservación (CBMC), hoy trabaja como un hombre en misión constante. Entre más conoce los mares, más los compara: mientras el Mediterráneo le recuerda un pasado extinto, el Golfo le muestra el presente frágil.
Lo que en México llaman megadiversidad, nosotros lo teníamos en Italia —dice—, pero se perdió. Ahora, ver un atún en el Mediterráneo es un milagro; aquí, en cambio, se cruzan como sombras propias, pero no por mucho.

El investigador con amplia experiencia en ciencia de datos que ahora está dedicado a hacer mapas y volar drones para entender los manglares en México, sabe que su trabajo —proteger lo que queda— es como querer salvar el agua que se escurre entre los dedos. Sin embargo, nunca ha perdido el impulso de seguir.
“A veces parece que sólo nos adaptamos a la idea de perder —dice, mirando el horizonte—. Pero el verdadero peligro es que normalicemos esa pérdida, como lo hicimos en la pandemia, cuando aceptamos la soledad y las mascarillas sin cuestionarlas. Mi mayor miedo no es que el mar muera, es que el mundo se acostumbre a vivir sin él”.

Finalmente, para este italiano con acento paceño, la vida es un equilibrio entre conservar lo que queda y sembrar la curiosidad de aprender a verlo. La misión no es salvar al planeta, sino lograr que el mundo valore lo que está en riesgo de desaparecer. Entre dos mares, Fabio navega una vida que es también su inmersión más profunda: la de mantener viva una naturaleza que el hombre olvida es su propia existencia.

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