Los Salinas: la familia que sembró un bosque para no perder el alma
Por Karina Espinoza / Mares Mexicanos

Mientras Acapulco vendía postales de arena y glamour, la familia Salinas sembraba árboles en silencio. Desde hace más de cuatro décadas, esta familia —de origen capitalino pero con raíces ya ancladas al lodo del manglar— ha sido protagonista de una resistencia discreta, sin pancartas ni reflectores: custodiar una hectárea de bosque en una zona donde el cemento avanza más rápido que la conciencia.
Hoy, el general retirado y sus hijos, Sandy y Emiliano, defienden la laguna de Coyuca como si fuera el último refugio de una especie en extinción: la del empresario con sentido ecológico, que entiende que el lujo puede ser el silencio, y la comodidad, un ecosistema sano.
Un general y un bosque
“Pagué durante 20 años por un terreno que no usábamos, solo para proteger el manglar”, dice el padre. Su voz tiene la cadencia de quien aprendió la paciencia en los cuarteles y la convirtió en estrategia de vida. Militar de carrera, alcanzó el grado de general de división antes de retirarse a este rincón de Guerrero. Allí vio más que un paraíso: un frente de batalla por la conservación.
Años antes de que se hablara de sustentabilidad como tendencia, él ya cuidaba las raíces largas que muchos extraían para hacer mobiliario decorativo. Peleaba con palabras frente a pescadores y curiosos que veían en los mangles un obstáculo. Su empeño no fue en vano: el bosque creció 50 metros hacia la laguna. “Literalmente caminó”, dice con orgullo.

Infancias verdes
Sandy y Emiliano crecieron en ese terreno como otros crecen en patios traseros. “Nunca conocimos el Acapulco de la playa”, dice Sandy. “Mis amigas creían que venía de vacaciones, pero veníamos a trabajar: a sembrar, a limpiar, a cuidar.” Ella recuerda las cicatrices en los pies causadas por las hormigas y las jornadas bajo el sol como una penitencia que, con los años, se transformó en convicción.
Hoy dirige el hotel Evana que no es solo un negocio: es un concepto, una pedagogía ambiental. “Tengo clientes que nunca habían visto un manglar. Aquí aprenden qué es, por qué importa, cómo se protege.” En su discurso se mezclan la pasión ecológica con el cuidado estético: un espacio que ofrece descanso sin dañar. Ha chocado con pescadores, vecinos, incluso autoridades. “Me han dicho que exagero por salvar iguanas o mapaches. Pero si se caen los manglares, se cae todo lo demás, incluidos nosotros y nuestras familias”.
Emiliano, por su parte, se define como alguien “que nació en el bosque”. Llegó a los dos años al terreno familiar del “Acapulco desconocido”, y creció viendo cómo brotaban ramas, raíces, aves. “Yo vi este bosque crecer”, dice. Su mirada no es romántica sino política: cree que el ecoturismo es el único futuro viable para Acapulco. Su proyecto, Cormoranes, busca ser una empresa ecosustentable, que emplee y eduque a los locales. “Aquí hay gente que sabe cuándo va a llover por cómo huele el aire. Tenemos que trabajar con ellos”, dice con la convicción de alguien que siempre está dispuesto a colaborar con y por los demás.

Resistencias suaves
Pero la batalla no es solo contra la ignorancia ambiental. También lo es contra la indiferencia estatal. “No hemos recibido ni un peso de apoyo”, lamenta Sandy. Las autoridades municipales nunca se han acercado. Cuando el huracán Otis devastó la zona, dejó una laguna llena de lodo, manglares aplastados, y un silencio sordo de parte del gobierno.
Aun así, ellos no se rinden. “Este bosque no está muerto, está esperando. Hay vida ahí, y va a resurgir”, afirma Emiliano. Junto con otros empresarios y vecinos, intenta formar redes de conocimiento. Sueñan con un “Acapulco verde”, donde la biodiversidad no sea un eslogan sino una práctica.
Un legado sembrado a mano
En un país donde el desarrollo turístico suele equivaler a devastación, la familia Salinas representa una disonancia fértil. Sus hoteles no están hechos para el turismo masivo, sino para quienes buscan una experiencia distinta. “Aquí no hay mariachi ni DJ”, dice Sandy. “Aquí hay silencio, árboles, aves. Aquí hay paz.”

Ese legado se extiende a sus empleados, vecinos y visitantes. En su hotel, un trabajador que antes comía iguanas, hoy las rescata. Un turista que llega buscando sol y mar, se va sabiendo lo que es un mangle rojo. Una familia que llegó desde la capital para poner un negocio, terminó sembrando un bosque.
Lo que los Salinas han construido no es solo un refugio natural, sino un modelo de convivencia con el entorno. No quieren ser los únicos, ni los últimos. Quieren ser el principio.
- Lee nuestras historias anteriores…